sábado, 24 de abril de 2010

He encontrado una sonrisa colgada de un árbol. Me habló del tiempo en silencio y de las noches que, cuando no se agotan, duermen y se precipitan a lo imprevisible en un baile ritual con la mano que acaricia y la mirada que induce al desconcierto. Pero no tuve tiempo de saber si la necesidad misma de sonrisa era un refugio en la tormenta o la intransigente melancolía.
El amante corrió la cortina y esperó. No amanecía.

viernes, 23 de abril de 2010

A menudo me esfuerzo en recrear vivencias cuyos bocetos están en mi cabeza, desarrollarlas para revivirlas. Entonces me ofrezco en sacrificio a las palabras, para que desde mi reconstruyan el universo que no alcanzo. Las palabras han sido siempre mi albergue preferido, en ellas me pierdo y me encuentro, con ellas mantengo el secreto y miento o digo verdades, en ellas me interpreto. Son mi salvoconducto y mi escudo, la pasión, son lo accesible y lo imposible. Ellas se dejan llevar, se ofrecen, se hacen río que desemboca en un mar con muchos ríos. Allí se confunden las aguas de unos y otros, gritos alborozados, suspiros, risas, miradas, gestos, estaciones. Consonantes y vocales entremezcladas sin sentido, expresiones fugaces, imparables, exactas pero no reales. De no ser por ellas, las palabras, otro sería el devenir de mi existencia. En momentos de calma encontré en el bolsillo morfemas satisfechos, en la excitación mutaban hacia lo indeciso, pero siempre a mi lado. Pude saber del dolor, del amor, la pena, la nostalgia, la alegría, la amistad, la guerra. Y pude dialogar conmigo mismo sin el deber de enfrentarme a quien soy. Las palabras fueron siempre, el rival que me motivaba hacia una victoria infalible, mi excusa a veces. Ellas tenían el poder de ser mi yo, de decir lo que mi voz era incapaz. Mi voz rara vez expresa lo que siente, pero desde el anonimato de la palabra escrita, esa misma voz, muda acaso, es un cuerpo retorcido que entra y sale desde lo más profundo a lo más superficial, que disimula y corrige aquellas reacciones que no controlo y me permite la supervivencia.

miércoles, 14 de abril de 2010

Del humo salieron unos ojos pendientes y una sonrisa que apenas tuvo tiempo de caer y ya había sido recogida en un cántaro blanco, reservada para el experimento final. El sabio, sentado, recordó aquel día de molinillos en los rápidos del arroyo y los árboles frontera del río. Supo que estaba a punto de descubrir al hombre. Su mente corría, en su imaginación lo veía andar, subir las escaleras, parar frente al estanque y mirar el horizonte. Era pequeño, suave, y a la vez fuerte y generoso. En sus bolsillos guardaba el secreto para convertir lo cotidiano en excepcional, lo racional y lógico en banal e innecesario, lo insignificante en vital, la lluvia en fuente fresca, el recelo en sorpresa y algunos silencios en armónica canción de tempo detenido. De sus labios salieron flores recién regadas y un olor a menta con limón fresco y reconfortante. De una sonrisa puede salir todo eso, puede venir acompañada de lo inimaginable, también de lo sublime. Es contagiosa.
En aquel pequeño tubo aparecieron entonces historias contadas, cuentos de caballeros quijotescos y bailes nocturnos en la hoguera. Aparecieron olas de mar cabalgadas por peces juguetones, cristales de colores invitando a mecerse en el arrullo de un momento de calma. Aparecieron esferas gigantes y un racimo de frutas salvajes colgando de los dedos blancos y pequeños, marcando el ritmo y absorbiendo lo que quedaba de día antes de que fuera tarde.

El sabio supo de pronto. Sin descubrir supo. Y no pudo olvidar, ya no quiso olvidar.

jueves, 8 de abril de 2010

Teresa estaba arriba, sola consigo misma. Esperaba. Se sentía observada por rostros en blanco y negro que, desde la pared eran testigos de encuentros y fugas. Fotografías estáticas pero vivas que trasladaban la mente a noches de sudor y sentimiento. Miradas en guiño, manos que acarician instrumentos absorbiendo las vibraciones y trasladándolas al gesto. Mañana, temprano, Wait Mathews se sumará a la corte, frente a la escalera de madera con barandilla torneada, justo en frente. Podrá observar los transeúntes a través de la cortina transparente, podrá ver la lluvia, sentir el frío que entra por la puerta. Será testigo de manos que se acercan. Aquella blanca que ahora se esconde en el guante de cuero, la otra recia, asiendo con fuerza el paraguas. La caricia de aquella otra, trémula, sujetando la puerta con delicadeza, como no queriendo entrar. La que se posa en la otra piel en busca de calor. Las manos cuando menos reflejan el estado de ánimo, son la radiografía de lo que el rostro no es capaz de decir cuando las palabras se ausentan. Ese era su sitio, su parcela de historia, el reflejo de su existencia y el eco de sus melodías.
Hoy también vestía la falda larga. Martín tenía debilidad por las faldas largas y ella lo sabía. Estaba distraída, perdida la vista en ninguna parte. De la taza salía una diminuta columna de humo. El vapor. Té verde con limón y miel. Así de complicada era Teresa. Té verde con limón y miel. El pelo resbalaba por su cara y escondía las ganas de decir. Martín recordó aquella noche en la discoteca Paradise. Ella llegó con el aire subido en los hombros, mirando alrededor, sola. Él estaba ausente. Se acercó y el perfume desempolvó en sus pituitarias una alerta. Cuando se miraron la calma fue total. Ella mantenía la sonrisa. En el reservado le contó la importancia del lenguaje de las piedras, de la arena, las rocas, el agua. Todo estaba escrito en la piel de la tierra. Todo el pasado. También el presente y seguro el futuro. Al pensar en el futuro regresó al pasado, como excusa para mantenerse en el presente. Las paredes oscuras de la discoteca eran, para él, el corte perfecto, allí encontraba los signos precisos para mantenerse en guardia pero vencido. Se sentía perdedor agradecido, emocionado y débil ante unos ojos alegres que desde la penumbra le observaban. En la oscuridad, sentados en aquellos butacones de skai rojo, ella escuchaba. Allí le contó de las grandes glaciaciones aocámbricas y de los eucariotas microscópicos, la aparición de los invertebrados marinos y los primeros peces. Le contó como surgieron los anfibios y la formación de los grandes bosques del carbonífero. De Pangea, el continente único y como en el Jurásico empezó a separarse. Le habló de los cocodrilos y tortugas del Eoceno, del homo habilis, del sapiens. Le habló.
En el reservado de la Paradise conoció a Teresa y dos años después tiene pendiente decirle que ella se queda, que no dejará que se marche, que todo gira entorno a ella y que los trece mil quinientos millones de años del sol, le parece menos importante que dos minutos de su sonrisa.
Teresa sonrió.

miércoles, 7 de abril de 2010

Trece pasos no eran un motivo, eran mas bien una necesidad y se aferraba a ella como quien no quiere dejar que el alma escape. Eran la constatación de que el tiempo transcurre, la irremediable imposibilidad de calma. Antes, cuando el ruido de los motores impulsando los coches que se enfrentaban al cambio inesperado de rasante no era más que la rutina de la cual nutrirse y tomar aliento, existía la distancia pero no la medida, existían las voces por el patio de luces ascendiendo con el cansancio de una mujer de negro que ya no quiere saber si hubo guerras y a la que le importa el olvido, la ida y no el regreso. Voces que alimentaban la imperiosa necesidad de las presencias que se traducían de nuevo en voz, o en susurro y algunos silencios, como si el círculo fuera la verdadera alma de la existencia. Pero ahora son trece los pasos que sustituyen a una escalera in crescendo, oscura y con recuerdos, preludio de los miedos y las penas. La oscuridad ha traspasado los umbrales de la puerta apoderándose de la energía vital de un pasillo largo con paredes desconchadas y cicatrices en el techo en donde el tiempo se hubiera detenido a poco que lo intentara, donde la mujer de negro, la vieja, ni siquiera trata de descifrar el significado de los silencios ni la fragilidad de un día de agosto atenazado por el calor sofocante que, desde el río, sobrevuela tejados y corona la ciudad con el manto gris característico de los momentos de indecisión.

martes, 6 de abril de 2010

Es de suponer que alguien, cuando decide escribir sus memorias, o bien tiene muchas cosas que decir o poco tiempo. Pero no es menos cierto que muchos han utilizado este pretexto para sacar lo que no entendían o para recordar lo que el tiempo ha ido borrando con esa languidez propia de la niebla que ha recorrido la infancia. No sé si la falta de recuerdos es algo común a todos los humanos o si es un caso excepcional o esporádico. El comentario habitual de que los recuerdos, con la vejez están más claros, en mi caso tiene dos lecturas o, mas bien tres. Uno, es mentira, dos hay poco que recordar. Tres: no soy viejo.
Pero siento una necesidad a veces apremiante de recordar. Es como si necesitara saber quien soy y de donde vengo. Una frase muy socorrida es la de que “no hay que olvidar de donde se viene”. Lo creo con toda firmeza pero, después de pronunciarla, cuando el eco de su significado revolotea a mi alrededor, me pregunto de donde vengo y no sé que contestar. Incluso a veces tengo las impresión de haber creado un pasado, de haberlo incluido en mi como parte de lo que soy, haberme adueñado de él. Una sensación teatral de mi pasado.