jueves, 30 de julio de 2009

Oikonomía

Será preciso entonces analizar de donde viene el sentimiento entendido como material con el que construir el presente. Aquel hombre que duerme recuerda con la memoria de los materiales. Se siente enraizado en la orilla del mar y se orienta hacia poniente, donde duermen los soles. ADN en mutación. Adobe y mármol.
Registros enmarañados hacen inviable la rutina.
Retengo el peso del día sin ponderación previa. El peso como rito iniciático. Como función que define la parábola finita que describen los ojos cuando miran.
Semáforo en continuo. Ayúdeme a cruzar la calle ahora, ahuyénteme la sombra y traiga el sueño.

martes, 28 de julio de 2009

Clic, clic, clic. Intercambio de emociones. El traje bien planchado y la mirada tan lejos de la luz que apenas puede redibujar contornos. El autómata desciende la escalera. Clic. El hombre de la acera pretende configurar de nuevo los encuentros que espera no perder. ¿Besos en la mejilla? Si no recuerdo mal el oleaje ha despertado, trayendo en superficie cuentos con los que adornar un poco los insomnios. Los ha depositado en playas con sombrillas, paseos empedrados con barandillas blancas, reflejos del sol cuando no llueve. El hombre de la acera desciende la escalera. Clic. Contornos de autómata con traje cabalgando sereno las olas que le encuentran.
El devenir del caos no logra paralizar las manos, los dedos aferrados a las letras persiguen la palabra. No surgen las ideas por magnetismo, proximidad, deseo. Las ideas viajan en el bolsillo oscuro del traje bien planchado, frente al mar, en las aceras, con el autómata dispuesto a no perder el ritmo, ni el hambre voraz que lo consume. Clic. Estoy más peregrino si adelanto el pie derecho en los balcones.

lunes, 27 de julio de 2009


No tengo tiempo de buscar un motivo. La prisa me acelera y me vacía. Calma. Es preciso recordar la sensación del agua en la piel, la brisa en las hojas, un fragmento azul entre las nubes. Calma y vendrán las ideas corriendo a socorrerte de la desidia.
Me aferro a la necesidad de estar tranquilo, a la espera como ejercicio. Al rescate imprescindible de la creación que ha naufragado. El mundo alrededor empezará a alejarse permitiendo que el aire inunde los pulmones, que recobren su volumen natural y se decidan a regresar frescos de la rotundidad.
Tras una idea aparecen miles de imágenes que tratan de influir en el devenir. No sé si el cosmos será capaz de asimilar tanto rechazo. Ocasionalmente rostros con sonrisas entre las cortinas, pero siempre una mano con el dedo alzado y, al fin, la amnesia que da paso a lo futuro, lo que se gesta en el anonimato, se precipita por las ventanas, navega alcantarillas hasta un río con sol y árboles en la orilla. Tras la idea regresa el sentimiento.

Deséame que descienda la escalera. Ayúdame a recoger de las aceras visiones que he tenido. Retenme en el regazo y no abandones al ávido jinete sin lanza y sin espada, figura solitaria en medio del paraje que desciende hasta el contacto tibio de una mano en la mejilla, húmeda de lágrimas y lluvia, roja de sangre y de vergüenza.

miércoles, 22 de julio de 2009


Me pierdo entre tus hojas amenazando gritos
desesperados,
cantos emplumados
sobre la faz del sueño.
Te arrebato de tu rincón paciente
para reposar en ti
un otoño desbordado de fragmentos.
Hipertensos cables enlazados
codifican tu espacio tenebrista
con un lápiz de ceniza resbalando,
resbalando,
descansando,
hiriendo tu atmosfera sensible
metálicas vibraciones.
Ritual descolorido,
olor a incienso.
Con escamas de oro me decido
a templar tus nervios dislocados
percibiendo el sutil desbordamiento
la multitud sin ritmo.
Y me ahogo en tu silencio cada vez.
Y cada vez me asusta más el eco
que escondes
escalando los sonidos.

lunes, 20 de julio de 2009

Abandoné mi barco.
Después de mucha espera
supe
que en el océano los recelos acentúan la ignorancia
y eres naufrago antes incluso
de que las naves zarpen.
Partieron en cubierta los dedos delgados
de una caricia,
el recuerdo volátil del tacto
al calor de las sábanas,
el amante dormido,
la noche de placer irrepetible.
En cubierta,
protegidos del frío,
ajenos a la tormenta que agita las aguas,
la que esconde en la noche
el vuelo de las gaviotas,
a veces tan tiernos,
en los acantilados.

sábado, 18 de julio de 2009

Música de cámara


Hay habitaciones en la casa, grandes y pequeñas, opacas y brillantes. Pintada de blanco aquella en la que el sudor del verano arremete contra las ventanas y se intensifica intentando eludir la columna que mantiene erguida la puerta del armario. En frente una cama moderna, vestida en blanco, con vistas, sujetando la densidad del aire, recibiendo un cuerpo pesado que provoca pliegues como olas de mar. Permanece inmóvil.
A través de los cristales, los suyos, los que protegen sus ojos de la ausencia de reflejos, recibe el movimiento de una rama fuera, como el baile sensual de un cuerpo desnudo, rítmico preludio del goce.
En pie, en espera. La mano derecha en relax se eleva, lentamente, como una mariposa blanca sin ganas de alejarse. A la altura de los ojos se detiene y provoca la necesidad de mucha oscuridad. El rostro quieto, la mano arriba, esperando ansiosa la llegada de otra mariposa en vuelo corto. La habitación se tensa ante la espera. Desaparece el aire, se detiene el árbol.
Con los ojos cerrados se inicia una danza de dedos en las manos, delicados viajes por el aire, fragmentos que se buscan y al rozarse regresan a su propia soledad. Mientras la mano derecha prosigue el vuelo, un dedo tembloroso insinúa que se acerca el momento de subir la intensidad. Un dedo índice en reverencia. Se suma a su deseo el corazón, luego anular, luego… respira mientras la mano toda desciende a reposar en el inicio. La estancia recupera la tensión. El rostro inmóvil. El regreso.
Los párpados se tensan, se entreabren los labios. Reciben los pulmones el súbito impacto del aire, una gota resbala de la frente y se deja caer al precipicio inmenso que descubre. Aterriza sin dolor en la cuartilla blanca, en el compás catorce, en el mullido lecho de blancas en silencio.
Él, el director, mantiene la tensión en las alturas, en suspensión. Descenso enérgico, contenido, agotador. Él, el director, abre los ojos y sonríe mientras todos los oídos reciben un la bemol en contraste que apacigua el aire.

miércoles, 15 de julio de 2009


Antes incluso de las insinuaciones hubo miradas directas con las que combatir el tedio. La mujer de negro había dedicado gran parte de su tiempo a mesurar el espacio, calibrar posibilidades, deducir reacciones y anotar revelaciones. Era su manera de sobrevivir a los domingos, después de misa, cuando él, impasible al paso del tiempo, que sin embargo dejaba huellas en sus manos cada vez mas trémulas, desaparecía de la vista, y a veces de los planetas, para encontrarse con la decepción de una despedida lejos, no consentida.
La mujer de negro era menuda, frágil y con cierta repulsión al humo del tabaco. El humo, decía, se lleva las ideas y trae el frío. También se lleva los corazones que acaban de rendirse en la zafra, poniendo el acento en la distancia. Los tejados, escasos de tejas, no son capaces de retenerlo y los grandes vapores dejan rastros silenciosos por encima de las olas. El humo, un día de verano, reconstruyó el pasado con lentitud, lo depositó suavemente en la cubierta del barco y esperó que los años hicieran su trabajo.
De regreso la mujer de negro encontró un hombre con los brazos caídos y la mirada corta. Frente a él intentaba recuperar el aliento y mantenerse erguida, pero el peso del aire era superior a sus vértebras resentidas y el suelo, cubierto de barro en invierno, se acercaba cada día a un rostro sin reflejo. No había interferencias.
Descansó la voz y, al fin, un sombrero blanco la cubrió del sol. La mujer de negro con sombrero blanco. La mujer con un sombrero. Y luego la mujer. Desapareció callada, entregada al fin de viaje, sin humo, marcando con los ojos el norte derretido, presenciando el amanecer que quiso resucitar los continentes. Sonriendo.

lunes, 13 de julio de 2009


Me duele la mano izquierda. No es un dolor de huesos o un cansancio muscular. No son las agujetas del lunes ni una mala postura durante la noche. Es un dolor de asfixia con ribetes rojos que me recuerda la voluntad desencajada. Como si las células perdieran el control de si mismas y deambularan sin energía por carriles rápidos, debajo de la epidermis. Es un dolor a contraluz, una mancha de tabaco en los dedos que impone la hiperestesia. Es una punzada de falta de palabras, sin narcótico, con prisa. Es una orden recibida con la intención remota de mantener intacta la otra mano, la que se esfuerza en diseñar emociones en blanco y negro que luego cuelgan al sol en los balcones, mirando el mar que no se aleja.

jueves, 9 de julio de 2009


De afuera llega el ritmo quebrantado de un golpe de persiana;
un tempo largo, poca tensión.
Él permanece en silencio,
los ojos clavados en la lámpara
que oscila en el techo
a contratiempo,
diseminando rayos de luz en las esquinas.
Las mismas,
las esquinas,
que recogen
telarañas suspendidas.
Las que acogieron al niño acurrucado
una tarde de invierno
cuando los desperfectos se hicieron
inevitables.

miércoles, 8 de julio de 2009


Alvaro Damire, en conversación a solas, me increpaba con saña ajeno a la posibilidad de estar trazando rayas negras sobre su propia cuartilla en blanco. Era uno de esos días en los que los rostros reflejan la tensión acumulada tras el tedio, la presión vertebral sobre una de las ramificaciones más temidas del sistema nervioso. Cuando eso ocurría, Alvaro Damire palidecía y oteaba el horizonte en busca de su presa favorita. El Sr Hermida dejaba de estar sentado. La odisea de un regreso sin estrella que seguir se cernía sobre su mente en blanco como una amenaza de tormenta en el mes de julio, después de la asfixia que provoca la falta de aire en los corazones débiles. Tras un silencio era inevitable la sonrisa socarrona de un ser en crecimiento, enmascarado en su propia velocidad: “La velocidad del frío”. Ya sé que debería no apropiarme de ideas, sentencias y velocidades de quien ha demostrado que la imaginación no solo es útil para combatir la desidia sino también para definir con rotundidad lo que aparentemente es indefinible. “La velocidad del frío” resume el cosmos que encierra una gota de agua aislada en la arena e incluso propone la necesidad de remisión de quien sin creerlo se siente pecador.
Alvaro Damire se enfrentaba, de pronto, a “la velocidad del frío” y me hacía partícipe de su propio desequilibrio.
Por inercia estrechó el cerco y lo sentí tan cerca que apenas pude moverme. Tal era el miedo al roce. Su insistencia incomodaba mi serenidad. Un deseo de silencio empezó a instalarse sobre mi piel, bronceando la armadura que un día protegió la fragilidad. Su insistencia era el fruto sin madurar del árbol que soy yo cuando no llueve. Era la constatación de que quien recupera el tacto está en disposición de reinventar silencios.
Supe no gritar, consciente de que el grito no ahuyenta. La espera como imposición o los vuelos al interior de los volcanes se convirtieron en armas definitivas ante las cuales incluso Alvaro Damire perdía la exactitud.
Tuve la idea del secuestro. Él supo callar. Predijo un futuro sin antenas y un parque vital con flores blancas en la ciudad perdida. Insinuó una sonrisa y levantó la mano. Llovía un poco. Eran gotas grandes, como lágrimas preñadas. Caminó dos pasos dándome la espalda, los hombros caídos, el pelo largo. Sintió la humedad en los pies descalzos. Sintió la necesidad de mirarme de nuevo. La necesidad a veces no es más que una blasfemia con la que disimular la pena. Al final del parque Alvaro Damire estaba sólo. Echó a correr. Las gotas en la cara. Los ojos en el llanto. Las manos escondidas. Había un cuerpo de mujer desnuda cruzando apresurado las líneas de la calle.

lunes, 6 de julio de 2009


Abrir los ojos es lo importante si no hemos desplegado las alas. Hoy el sueño se ha interrumpido, se han roto los nexos con la abstracción, con la cadena imparable de creación de ideas. Me he despertado desbordado por la sed y protegido de los peligros terrenales por un manto de amnesia ceñido sobre el pecho.
Atrás quedaban renacimientos imprevistos, manantiales con árboles grandes creciendo en sus contornos, pájaros subidos a ramas en el cielo y carros voladores en medio del colage. ¡Cuánto me hubiera gustado no haber partido!

Refugiado en la duda, saciada la sed, regreso a los sueños que quedaron arriba, segundo rellano escalera centro, con el propósito infantil de proseguir. Me acompaña la música en el camino.

“¿Que vamos a utilizar para llenar los espacios vacíos donde solíamos hablar? ¿Como voy a llenar los últimos lugares?”

Todo el dramatismo de un muro creciendo desmedido y aterrando porque sí.

Siento volar un perfil de mujer.

domingo, 5 de julio de 2009


El argonauta selló por fin el cofre. Allí quedaron para siempre las rutas trazadas sobre pergaminos húmedos en los que se apreciaban sin dudas el paso de las tormentas y la luz del sol amaneciendo los días de sed y de cansancio. De Colcos regresaba con un fotograma en blanco y negro, una banda sonora minimalista y la imagen nítida de un protagonismo en femenino. El vellocino en el bolsillo protegido apenas por el sudor de un cuerpo desatado, inconexo, apátrida del reino de los cielos.
Argos respira el aire en sus velas que son pulmones radiantes. Argos retiene en sus ojos la imagen del mar avanzando de la tormenta a la calma. Argos vigila el sueño del argonauta en medio del desespero y el gozo. Quedan las manos pegadas al timón, queda el silencio por resurgir, queda muy poco tiempo para sucumbir al deseo después del vino y las viandas, quedan los motivos con los que encauzar la diáspora insistente de las ideas fugaces.
El argonauta sabe que la locura es más común que el miedo y elimina de su entorno las menciones honoríficas y los telediarios salpicados de sal y pena. Navega. Sobre las rocas, lejos de la arena, en primavera, depositó los ojos en sacrificio y de su ceguera obtiene las coordenadas ciertas del rumbo fijo. Una costa con tierra a sus espaldas, con manos que acarician y gritos y llamadas. Una costa en la que instalar el faro incandescente. Costa con huellas, innegable rastro del regreso a casa, al calor de las manos en las manos, al deseo, al imperceptible sobresalto de un niño que ha dormido. Al tiempo que le queda.
En Colcos se ha quedado el fin de los diluvios, la esperanza del fin. En la nave, descalzo, corretea de proa a popa, el espejismo de un niño en el paisaje con las manos escondidas, el rostro en abstracción, lágrimas en los ojos. Y el argonauta estimula su propio corazón con gritos que pretenden romper en mil pedazos la urna que recubre el mar, el firmamento, la nave, al niño. Cristales a través de los que mirar. Miradas que no pueden franquear abismos. Precipicios desde los que zarpar hacia la noche.

sábado, 4 de julio de 2009



Acometió el viaje con la certeza de un regreso feliz. Tuvo el sol de cara y alguna pesadilla. Si lo hubiera pensado mejor habría decidido variar el rumbo, brújula en mano hacia la esfera. Pero el hombre no acierta a recomponer el talle cuando se aferra a lo indispensable. El hombre descifra cábalas como quien transgrede la inmensidad del horizonte antes incluso de la prevista tormenta. El hombre, visto de cerca, es un volcán inminente, la consecuencia del caos, la sucesión de fotogramas con globos de colores en búsqueda.
Del mar extrajo la posibilidad de inmersión, y con ella el aislamiento. La cerrazón llevó las velas en dirección al miedo. El miedo derivó en pánico. Y el mar estaba en calma. “Cuando observo las manos las siento tan cansadas que apenas les permito el gesto leve.”
Encallado en las rocas de una costa sin límite, con el terror a bordo, las velas tensas, preámbulo de palo mayor en quiebra, el argonauta supo que también el ritmo constante de un corazón alerta podía saturar el pensamiento efímero. Cerró los ojos en busca de quietud, pero la oscuridad no llega nunca cuando el dolor se abre paso entre las jarcias.
Antes de zarpar no tuvo la visión de lejanía que proponen los faros en la noche.
Alredor silencio sobrevolando, como aves que la altura hace diminutas y se alejan. Como la nada en el firmamento si hay luna llena. Las naves silenciosas reavivan la intención de morir entre las flores. Sin rastro todavía del vellocino en Colcos.

miércoles, 1 de julio de 2009


No necesito estar presente en las ausencias de luz ni percatarme de lo ocurrido antes de tiempo. Tampoco la fragilidad de una batuta oscilando en el espacio, mis armonías se enzarzan solas con el pretexto único del sin sentido.
No necesito que el agua de los ríos se arremoline en los rincones, que aparezcan peces de colores en mi pecera de papel, que monstruos y gigantes asomen sus miradas por mi balcón de niño y esquiven el zapato que sale de mis manos.
No necesito tener en cuenta la forma de mirar, pues la memoria retiene la imagen que queda detrás de los tabiques y forma con ella ilusiones ópticas con las que excusar el miedo.
No necesito que te acerques tan despacio, ni que rehúyas inconsciente los requisitos previos a la pared pintada.
No necesito mirar.
Si acaso necesito un brillo de sol en la mejilla de quien sonríe un poco. Y poner nombre a la distancia