miércoles, 15 de julio de 2009


Antes incluso de las insinuaciones hubo miradas directas con las que combatir el tedio. La mujer de negro había dedicado gran parte de su tiempo a mesurar el espacio, calibrar posibilidades, deducir reacciones y anotar revelaciones. Era su manera de sobrevivir a los domingos, después de misa, cuando él, impasible al paso del tiempo, que sin embargo dejaba huellas en sus manos cada vez mas trémulas, desaparecía de la vista, y a veces de los planetas, para encontrarse con la decepción de una despedida lejos, no consentida.
La mujer de negro era menuda, frágil y con cierta repulsión al humo del tabaco. El humo, decía, se lleva las ideas y trae el frío. También se lleva los corazones que acaban de rendirse en la zafra, poniendo el acento en la distancia. Los tejados, escasos de tejas, no son capaces de retenerlo y los grandes vapores dejan rastros silenciosos por encima de las olas. El humo, un día de verano, reconstruyó el pasado con lentitud, lo depositó suavemente en la cubierta del barco y esperó que los años hicieran su trabajo.
De regreso la mujer de negro encontró un hombre con los brazos caídos y la mirada corta. Frente a él intentaba recuperar el aliento y mantenerse erguida, pero el peso del aire era superior a sus vértebras resentidas y el suelo, cubierto de barro en invierno, se acercaba cada día a un rostro sin reflejo. No había interferencias.
Descansó la voz y, al fin, un sombrero blanco la cubrió del sol. La mujer de negro con sombrero blanco. La mujer con un sombrero. Y luego la mujer. Desapareció callada, entregada al fin de viaje, sin humo, marcando con los ojos el norte derretido, presenciando el amanecer que quiso resucitar los continentes. Sonriendo.

1 comentario:

  1. Me llena de cierta congoja, ese sentimiento quizá vuela aún por mi memoria...
    Pero al fin todo queda en materia deshilachada en volutas de humo ante el nuevo amanecer eterno.

    Gracias :)

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