viernes, 8 de enero de 2010

Llamé a la puerta y, al abrirse, una mujer triste me dio la mano. Supe acariciarla hasta la risa. Supo reírse. Por el tacto adiviné la necesidad de ríos, cauces poderosos por los que discurrir. En su tacto quedaron los rescoldos del tacto mío alerta.
Con la risa vino el sol y la primavera. La mujer cabalgó hacia poniente, el pelo suelto, para encontrar castillos de cristal fino y sedas en los que aprender a adorar. En jardines con amapolas, madreselvas y azucenas recobró el color rosado de la piel. Pasó las horas despacio, percibió la nitidez de los sonidos y dejó huir de su garganta un hilillo de voz, un suspiro que por el aire vino a hacerme compañía.

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