miércoles, 11 de noviembre de 2009

A modo de Intro

Hace dos millones de años que el género “homo” circula por las calles naturales del planeta. Habilis, Rudolfensis, Ergaster y Erectus se confabularon para, de un mínimo salto, apoyando sus manos en la espalda de Preneandertaliano, presentarse antes de ayer, doscientos mil años, como representante superior de la última casta en forma de “Homo Neandertal” y después en “Homo Cro-Magnon”. Antes, mucho antes, el Australopitecus miraba de frente no sabía qué.
Por alguna razón, el Asutralopitecus Africanus se negaba a bajar de las ramas y miraba desconfiado a su izquierda (para él no existían izquierda y derecha) por donde el Parantropos aparecía pícaro y ligeramente erguido, pero con esa tendencia a la caída que la gravedad adosa a los cuerpos. Lucy, sin embargo, como buena Austro Aferensis gozaba de un desparpajo inusual en la época, y es que, cuatro millones de años atrás, en los telediarios no aparecían aquellas tendencias referenciales.
Es llamativo que los cuatro hermanos “australo” tuvieran inclinaciones tan diferentes. Así el Africanus no bajaba del árbol y Lucy perseguía al Parantropos Garhi, el Ramidus desertaba y el Anamensis pedía ayuda a los homo que casi tres millones de años después miraban a otro lado.
Los Parantropos por su parte, dividían sus aspiraciones de forma más simple, podríamos decir que supervivencia pura y dura. Garhi huye de Lucy por miedo, aunque no estuviera del todo probado que Lucy tuviera algún interés depredador, más aún a juzgar por su cintura estrecha y armoniosa, fruto seguro de una alimentación vegetariana, bulbos y vallas tan abundantes entonces. Boisei y Robustus, sin embargo habían descubierto la difícil supervivencia de Africanus fuera del árbol y se aproximaban sigilosos pero decididos en espera de la noche que les brindaría la posibilidad de la caza. Aun sin ser homo, ya habían descubierto que, en el fondo, la supervivencia es cuestión de cacería.
Desgraciadamente para todos ellos, han llegado los homo, resueltos, serios, recios e invulnerables. Habilis y Rudolfenses emprenden el camino en busca de la erección total, sin que ello tuviera nada que ver con la turgencia. Erectus, por su parte con sus movimientos en círculo pretende apoderarse del ajuar bélico de Ergaster, más pendiente del camuflaje de pre Cro.Magnon, agazapado detrás del seto y observado por Cro.Magnon, el sapiens. En este punto Neandertaliensis gira sobre si en busca de un poco de historia que lo mantenga en la línea sucesoria, pero Sapiens acapara la escalera y se apodera de la evolución. Misteriosamente Pan, el chimpancé, y Gorilla se han mantenido a su lado, sin miedo y a su aire.
Después de todos ellos, cambiando su carné de identidad pero no la foto, aparecieron seres menos importantes, y no hablo ya de arquitectos y doctores fieles compañeros de Tutankamon, no, menos. Aristóteles, Platón, Séneca, o, porque no, Sartre, Rosseau, Marques de Sade, Ortega y Gasset, Lorca ….

El sabio intentaba identificar la especie con la pasión del artista frente al lienzo y hallaba definiciones inaplicables a la generalidad. Parecía que Homo no era más que una suma indefinida de homos pequeñitos con los ojos cerrados, la boca abierta y la mano en amenaza.
El sabio empezó a analizar entonces las individualidades. Abrió el cajón y encontró a Jackson Pollock y aquello del dripping. Pudo haberse encontrado con Picasso o Dalí. O también con Miguel Angel, Donatello, Goya, Sorolla o Tapies. Pero era Pollock, goteando insaciable sobre la tela extendida en el suelo, luciendo su media calva y fijos los ojos en la gota que caía. Tras él, detrás del armario, apareció Lederman, el viejo Leon Max y su “ípsilon” . Pensó en la tristeza de descubrir que la “belleza” no era más que un número cuántico en el que perder la imaginación. Tenzin Gyatso abandonando el Tibet con una lágrima, una sonrisa y la mano en paz. Nixon, Márquez, Juana de arco, Ronaldinho e Isabel II.
El Sabio descubrió pero no supo. Faltaba el intento por pasar desapercibido, la piel rozada por el viento o el silencio en el momento exacto. En su tubo de ensayo fue vertiendo los líquidos precisos, aderezándolos con las palabras claves: hombre, mirada, gesto, íntimo, mano, día, aire…y todo el abracadabra que sólo los sabios poseen y de los que se valen para saber lo inaccesible, lo imposible y lejano.
Del humo salieron unos ojos pendientes y una sonrisa que apenas tuvo tiempo de caer y ya había sido recogida en un cántaro blanco, reservada para el experimento final. El sabio, sentado, recordó aquel día de molinillos en los rápidos del arroyo y los árboles frontera del río. Supo que estaba a punto de descubrir al hombre. Su mente corría, en su imaginación lo veía andar, subir las escaleras, parar frente al estanque y mirar el horizonte. Era pequeño, suave, y a la vez fuerte y generoso. En sus bolsillos guardaba el secreto para convertir lo cotidiano en excepcional, lo racional y lógico en banal e innecesario, lo insignificante en vital, la lluvia en fuente fresca, el miedo en sorpresa y algunos silencios en armónica canción de tiempo detenido. De sus labios salieron flores recién regadas y un olor a menta con limón fresco y reconfortante. De una sonrisa puede salir todo eso, puede venir acompañada de lo inimaginable, casi de lo sublime. Es contagiosa.
En aquel pequeño tubo aparecieron entonces historias contadas, cuentos de caballeros quijotescos y bailes nocturnos en la hoguera. Aparecieron olas de mar cabalgadas por peces juguetones, cristales de colores invitando a mecerse en el arrullo de un momento de calma. Aparecieron esferas gigantes y un racimo de frutas salvajes colgando de los dedos blancos y pequeños, marcando el tiempo y absorbiendo lo que quedaba de día antes de que fuera tarde.

El sabio supo de pronto. Sin descubrir supo. Y no pudo olvidar, ya no quiso olvidar.

Y ella, en el olvido dejó el corazón. Atravesado en medio del camino, incapaz, resignado. Las ventanas atenazan la mirada si detrás solo queda el frío y los caminos agitan las sombras cuando florece el silencio. Los piquetes acuden pero no remedian, solo el paso del tiempo los hace imperceptibles. La mujer. La vieja.
Los años son un escenario donde se desarrollan las más bellas escenas, las emociones más fuertes, los silencios más largos, los sonidos profundos, las batallas, los sueños... El teatro personal sin el cual que no podemos existir. Los años no son el tiempo que pasa, son el tiempo que vuelve, un segundo perdido deja paso al nuevo segundo que lo recupera. Los años, puestos en fila, son el ADN real de la mente, la savia que circula por el tronco hasta las hojas que son los gestos, las miradas, las pulsaciones del corazón... Los años tienen por costumbre apoderarse de quien los cumple, con tanta fuerza que casi se olvida de si mismo y todo es tiempo en suspensión. Son amables, traicioneros, sinceros, suaves, caprichosos,... depende del momento, las temperaturas o el color de pelo del vecino del cuarto. Los años se suben a la espalda y cabalgan largo trecho, por selvas, playas y prados junto al río. Los años son el teatro personal al que solamente uno mismo puede asomarse, el que tiene siempre las entradas agotadas, el verdugo del aburrimiento. Con los años surge la necesidad de la calma, el silencio, la mirada perdida.

Telas negras sobre cabellos blancos. Rostro sereno, casi ausente. El sabio la vio acercarse sin ceremonias, lenta, entera. Los sabios, a veces, sienten miedo de su sabiduría y se refugian en descubrimientos nuevos. Recurren a lo posible para negar lo cierto cuando hay riesgo de dolor. Telas negras. Si pudiera recogería de la lluvia el agua que me pides para llenar tus ojos de lo que falta. El sabio reconoció, pero no supo. Era un sonido leve, lineal, tímido, que recortaba el aire.

Y sobre el aire aparecieron estructuras capaces de sobrevivir. Rectas y curvas en combinación perfecta recortando el paisaje. ¿Para que sirve el paisaje? El hombre que reía tenía el paisaje en ausencia. El hombre que reía no tenía paisaje.
El sonido sólido de los cinceles hiriendo la piedra, las manos asiendo firmes martillos y buriles, los ojos atentos y la mente dispuesta. Moisés surgiendo de la nada con el brillo blanco. Cuando de la mente se escapa un pensamiento el aire lo recibe alborozado, intranquilo, como un niño en carrera. El niño tira piedras al vacío, a la oscuridad, desde el aire. Locomotoras, transeúntes, la parábola perfecta del objeto que salta. La ciudad tiene un viaducto metido en el bolsillo capaz de descifrar la ecuación fantasma que el sabio recompone en la memoria. La ecuación de lo posible, de lo imperfecto, la que un día quiso perpetuar incógnitas y se precipitó. Te redimo de la posibilidad de no ser pero te espero después de haber cruzado un río de melodías. Luego descubro que ya es de noche y percibo la brisa en la cara, en el breve instante anterior a la parábola que describe la roca en el espacio.
El sabio y la vieja, sonriendo, rozando las yemas de los dedos en el aire, el del viaducto. Lejos luces y pájaros durmiendo. Hay un recuerdo al que agarrarse pero hace frío.

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