martes, 6 de octubre de 2009


De regreso encuentro el espacio oscilando entre la desnudez y la falta de luz. Esquinas verticales viciando el aire que ha de sucumbir a la presión de los dedos mientras los ojos recorren la última división de la distancia. Pasos cortos avanzando hacia el vértice insalvable. Las manos extendidas. La oscuridad en frente. Soy hombre con sombrero y despierto de lo insaciable en mi regreso a lo visible. Debería pretender no estar tan lejos, ser más preciso, saber que el mundo no es ya una esfera sino la cumulación de trazos multidireccionales imposibles de seguir. Aquel azul que lleva a la hipérbole de la risa se cruza sin reparo con el rojo, más dilatado, más personal, menos exacto, con intención inequívoca y apresurada de pretender el frescor de un río en sombra. Tal vez entonces piense que hombre y trazo son sinónimos y complementarios, rutinas de un mismo universo en cambio, deseos de estabilidad en el maremoto que provocan las mentes frente al misterioso mar de la existencia.
Dios no siente la necesidad de ser perfecto, el hombre la ha dotado de inmunidad y él se manifiesta omnipotente. Pero el hombre ha decidido interrumpir el flujo de corriente y la máquina divina se acerca al pánico. Una línea interrumpida que no conforma ya la esfera.
El espacio oscilando y en el péndulo el deseo de redescubrir lo que me acosa. La necesaria suma de deseos y el rumbo marcado en pergaminos grises, sobre un fondo de mar con algas que incita al naufragio de las flores.

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