lunes, 7 de septiembre de 2009

Laberinto

En cuanto a los laberintos prefiero la sin razón que me provocan. El tiempo de búsqueda y la soledad en el enfrentamiento son parte indispensable de mi resistencia. Los cañones que disparo no son más que palabras que se sumergen en aguas profundas hasta llegar a ser cataratas de las que recoger espumas. Aguas volátiles con las que regar las flores que, al final, siempre aparecen al fondo, donde ya no hay salida, justificando así el laberinto mismo.

Entre todas las razones sobresale el deseo de aislamiento y el placer del silencio como preámbulo. El telón se alza y asoma un rostro en secreto, con la mirada interior y un fondo azul que la protege. El actor recorre el escenario a ciegas, preguntando a las tramoyas, enfrentándose a un haz de luz blanca que quema y que reseca. El actor en el laberinto sufre la amnesia propia de quien no intenta el salto sin pértiga. El actor se contrae con el pretexto de interferir en el devenir y acontece por fin la obra.

Del laberinto no salen las palabras, se quedan recluidas en si mismas a la espera de una garganta capaz, la brújula que conduce al torrente, la catarata, el mar.

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