sábado, 12 de septiembre de 2009

La vieja


La Vieja mantiene el cansancio en los pies, lo arrastra por el pasillo en dirección norte. El norte en su casa conduce a la luz de las claraboyas y al reflejo del día en el granito indestructible que protege el anonimato de la escuela municipal de música, de donde cada tarde, de siete a nueve, manan acordes y melodías que la vieja no entiende pero atiende. En cada paso deja una historia que contar y abre una ventana hacia el silencio. Ventanas sin cortinas, transparentes, como puntos de encuentro en los que retardar el clímax de las emociones. Pesa el aire en los pulmones y la fragilidad del cuerpo se impone cuando la espera agota los músculos.
En la Vieja conviven el recuerdo y la indiferencia. Un río que cruzar y las manos astilladas, los ojos ausentes, el calor efímero del único beso un domingo de invierno junto a la iglesia, arropado por la caricia sutil de la mano robusta que se alejó más tarde, se apoderó del mar y no quiso mantener por más tiempo abierto el caudal del sueño en la distancia.
En medio del pasillo, en la oscuridad, el frío agrede las arrugas con violencia. La Vieja invierte las emociones y las traslada a un patio con escalera y árbol, a un monte sin nieve y un niño que al cruzar la calle pierde la inocencia y se imagina caballos de cartón en guerras blandas. Guerras de niños, sin muertos que contar ni puertas que cerrar. Guerras con sordina, con el aire interponiéndose entre los bandos y la ilusión enredada entre las ramas.
La vieja mantiene el cansancio en los pies pero lo aísla del miedo y la tormenta, convirtiéndolo en necesidad urgente de recuerdo antes incluso de que el sueño le acerque a la deriva, al cambio de marea que le apremia.

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