miércoles, 8 de julio de 2009


Alvaro Damire, en conversación a solas, me increpaba con saña ajeno a la posibilidad de estar trazando rayas negras sobre su propia cuartilla en blanco. Era uno de esos días en los que los rostros reflejan la tensión acumulada tras el tedio, la presión vertebral sobre una de las ramificaciones más temidas del sistema nervioso. Cuando eso ocurría, Alvaro Damire palidecía y oteaba el horizonte en busca de su presa favorita. El Sr Hermida dejaba de estar sentado. La odisea de un regreso sin estrella que seguir se cernía sobre su mente en blanco como una amenaza de tormenta en el mes de julio, después de la asfixia que provoca la falta de aire en los corazones débiles. Tras un silencio era inevitable la sonrisa socarrona de un ser en crecimiento, enmascarado en su propia velocidad: “La velocidad del frío”. Ya sé que debería no apropiarme de ideas, sentencias y velocidades de quien ha demostrado que la imaginación no solo es útil para combatir la desidia sino también para definir con rotundidad lo que aparentemente es indefinible. “La velocidad del frío” resume el cosmos que encierra una gota de agua aislada en la arena e incluso propone la necesidad de remisión de quien sin creerlo se siente pecador.
Alvaro Damire se enfrentaba, de pronto, a “la velocidad del frío” y me hacía partícipe de su propio desequilibrio.
Por inercia estrechó el cerco y lo sentí tan cerca que apenas pude moverme. Tal era el miedo al roce. Su insistencia incomodaba mi serenidad. Un deseo de silencio empezó a instalarse sobre mi piel, bronceando la armadura que un día protegió la fragilidad. Su insistencia era el fruto sin madurar del árbol que soy yo cuando no llueve. Era la constatación de que quien recupera el tacto está en disposición de reinventar silencios.
Supe no gritar, consciente de que el grito no ahuyenta. La espera como imposición o los vuelos al interior de los volcanes se convirtieron en armas definitivas ante las cuales incluso Alvaro Damire perdía la exactitud.
Tuve la idea del secuestro. Él supo callar. Predijo un futuro sin antenas y un parque vital con flores blancas en la ciudad perdida. Insinuó una sonrisa y levantó la mano. Llovía un poco. Eran gotas grandes, como lágrimas preñadas. Caminó dos pasos dándome la espalda, los hombros caídos, el pelo largo. Sintió la humedad en los pies descalzos. Sintió la necesidad de mirarme de nuevo. La necesidad a veces no es más que una blasfemia con la que disimular la pena. Al final del parque Alvaro Damire estaba sólo. Echó a correr. Las gotas en la cara. Los ojos en el llanto. Las manos escondidas. Había un cuerpo de mujer desnuda cruzando apresurado las líneas de la calle.

No hay comentarios:

Publicar un comentario