lunes, 8 de junio de 2009


Mucho tiempo sin volver. Desde la distancia lo recordaba poderoso, erguido sobre el horizonte, con la grandeza que lo adorna todo desde la visión infantil. Un árbol desde el que divisar la lejanía o bajo el que cobijarse del sol en el verano. Todos aquellos años ha sido un referente en su periplo por la ausencia.
Recordaba vagamente las caras de sus compañeros mirándole partir con la nostalgia del que queda. Ojos atentos con brillo de inocencia y lágrimas en el vacío. Aquel día habían salido más temprano al recreo. Doña Pilar había accedido a sus peticiones para despedirlo y allí estaban bajo el gran árbol testigo de juegos, peleas, amores, lágrimas… Al pasar junto a ellos se detuvo un momento e incluso es posible que tuviera valor de sonreír, pero entre la tristeza de quedar y la de partir se escondía un miedo infantil a lo desconocido. Ni siquiera la imagen que tenía de la ciudad era real. En la ciudad no encontraría el árbol. Él los miró con calma, preguntándose que pasaría. Ellos callaban y se adivinaba que alguno lloraba en su interior.
En ese breve espacio de tiempo que lleva a la soledad fue capaz de descifrar unos pocos años de vida, los ocho que le separaban del vientre. Visto ahora, con la escasez de recuerdos que le caracterizan, el análisis parece más profundo. Ocho años en los que no puede hablarse de amigos vitales, en los que todo ha transcurrido como por inercia mientras él permanecía oculto en su mundo interior, ajeno a tanta palabra y consejo. Solamente el árbol, los árboles todos podían participar de su energía. A ellos trepaba cada día, perdiendo su ingenuidad entre las ramas, observando como las crías de la tórtola iban creciendo en una proporción tan distinta a la del hombre.
Cuarenta años después siguen las tórtolas creciendo para él y los árboles creando ese paisaje en el que perderse.
Todo este tiempo su horizonte estuvo marcado por el árbol. Su guía era la última rama marchando y regresando, como espejo fiel de su propia existencia. El árbol llenaba su espacio y a veces se confundía con él mismo.
Allí estaba todos los niños, doña Pilar avanzaba unos pasos y le acariciaba el rostro. Las palabras no sonaban, solamente algunas sonrisas inquietas y una mirada entre sanamente envidiosa y expectante teñida de un “yo me quedo”.

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