lunes, 1 de febrero de 2010

Lluis

El mar no tiene nombre. Es mar. Y espera impaciente el tacto de tu piel, la caricia de tu mano que explora el aire que regalas, el nombre que le falta y que pretende colgar en su solapa. El mismo que llevas en la tuya, con el frescor salado de una brisa abriendo puertas: la puerta de lo bello, el balcón de lo sensible sobre las olas quietas.
Te precede la sonrisa y tras ella un olor a miel que nos inquieta cuando cruzas la calle, cuando alguien nos dice en voz muy baja secretos que sabemos, cuando encontramos de frente el lenguaje de tus ojos apenas superados en belleza por largas carcajadas que acompañan un giro de tu cuerpo, cuando descubrimos tu urgencia por ponerte de pie y ver el mundo desde la altura.
Todo son pretextos para seguir queriéndote. Descubrir un diente adornando tu sonrisa, observar tus muecas con el sabor dulce de un helado que descubres, aquella mariposa que hemos visto en el jardín, un sonido en el silencio…
Nos compromete seguir con interés la aparición de tu segundo diente, los progresos con las palabras, tus miradas, tu caminar, los llantos, las risas. Nos intriga saber cual será tu color preferido, en que mano llevarás la alegría, cuanto tiempo pasarás mirando al mar. Nos emociona descubrir en tus caricias el sentido de la vida, alargar la mano y rozar la tuya como un ancla que sujeta nuestro barco evitando la deriva. Nos impresiona que estés aquí, en el centro mismo de nuestras vidas, referente de la belleza necesaria.

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