lunes, 19 de octubre de 2009

Estaba oscuro. Se presentía el silencio. Quiso recomponer un pasado que sobre su espalda mantenía todo el peso de lo inolvidable. Recordó a Simón. Lo vio tan cerca que pudo respirar con él, acompañarlo cargada con el viejo transistor, insistente, plagado de pegadizas melodías y las confundibles señales horarias. Sin darse cuenta sus manos intentaban resucitar algo más que un personaje, una historia, una vida en la que muchas otras descansaban. Simón no solo centralizaba los recuerdos sino que con su porosidad era capaz de absorber las ilusiones, los deseos, los falsos recuerdos, los sentimientos, la noche incluso ahora que aparecía señorial y desmedida. La presencia de Simón le daba seguridad, casi ambición, pero sobre todo mucho deseo.
La amiga Parker corría y de sus entrañas brotaban las miradas necesarias para volver atrás.

"Tengo frente a mí la fotografía de Simón y no sé que me dice.
Los recuerdos se han borrado. Me viene a la memoria, no sé si cierto, una puntualidad extremada a la hora de comer y por supuesto la sidra con gas en botellas verdes y caja de madera. Mirando su fotografía me esfuerzo en encontrar un timbre de voz o una expresión que me acerque otros recuerdos pero no aparecen. Tengo la sensación de haber sufrido la amnesia del tiempo, de que hay visiones del pasado que no me pertenecen, de experimentar en mí la fugacidad de las sensaciones. Pero me niego a ser indiferente. Bien. Está apoyado en el hórreo, las manos sobre la madera reseca y arrugada. También él me parece reseco y arrugado, cincelado por el paso de las brisas que traían noticias que olvidar. Pero esa es solo una sensación nacida de la ignorancia, del deseo, tal vez. La expresión de su cara me parece triste aunque en mi memoria no exista esa tristeza. Es más bien una expresión de soledad encubierta, matizada por los ojos ausentes, como guardando secretos en el bolsillo interior del abrigo. El cabello era blanco encima de las orejas y, a medida que ascendía, aquella montaña iba volviéndose más oscura, abandonando el brillo plateado para convertirse en terreno fértil sobre el que sembrar los deseos. La mirada en otra parte, en aquella otra parte que todos ocultaban. La cara relajada.
El cuello embutido en la camisa, abrochados todos los botones.
¿Qué piensa? Miguel podría contar muchas cosas de Simón, el primo Miguel. En su voz a veces aparecen nudos que le impiden hablar. Él hizo la foto, lo miraba a través del visor, la cámara asida con firmeza, el ojo izquierdo cerrado y el universo entero esperando un clic definitivo, que retuviera para siempre el sentimiento escondido de Simón. Miguel podría contar lo que yo no puedo ver en un papel manchado. Pero Miguel no cuenta, su silencio es la carga de lo vivido, lejos, en el mar del olvido deseado, donde no hay madres que perder, donde las olas se llevan la pena que nunca has querido mostrar, donde se purifican las lágrimas que se esconden detrás de la mirada.
Mirándolo sé que quiero desnudarlo, pasa el tiempo y no comprendo que le falta y que le sobra.
El transistor de Simón distinguía entre dos tipos de noticias, las radiables como la construcción del muro de Berlín o que el bailarín Nureiev se pasaba a occidente en las que se extendían y recreaban y las que se callaban, las más: El fracaso de la expedición anticastrista en Bahía Cochinos, el vuelo de Gagarin a bordo del Vostoc I, el lanzamiento del Twist por Chubby Checker o la constitución de la Unión de Fuerzas Democráticas, opositoras al franquismo. Mirándolo bien el transistor de Simón era un perro fiel de compañía, también de compañía fiel.
Salvable, por supuesto, la historia de Huget, la rica francesa a quien las ondas radiofónicas habían convertido en amor inimaginable de Simón, sustituto de aquel otro que el tiempo le había arrebatado y había guardado en su recuerdo ajeno a esta otra vida.
En silencio, Simón, piensa. Alicia estará instalada con un hombre fuerte, trabajador y blanco. Quiere creerlo. Es incluso probable que le hubiera olvidado o que no quisiera recordarlo más. A fin de cuentas había huido y las huidas son como relatos de terror de los que no queremos seguir hablando, que nos dejan en el cuerpo secuelas incurables y acaban por olvidarse por una necesidad vital de hacerlo. Quedaba a cambio aquel refugio en la radio, el parte de las doce, la novela de las seis y una espera interminable y sin sentido.
De cerca a Simón le pesaba la mirada y las manos se refugiaban en la ausencia, con la sonrisa hacía guiños a la distancia y guardaba muy para sí los recuerdos, secretos custodiados debajo de unas cejas grandes y plateadas con las que esconder lo más personal, lo que la sospecha desestima.

Era poco probable que la radio nacional diera noticias como la manifestación en la Habana contra los EEUU en enero del 61. No estaba seguro de haberla oído o de querer oírla. Pero a fin de cuentas ¿qué provecho sacaría él de noticias de ese tipo? El grito parturiente de su madre se había confundido en la distancia con las consignas de Martí, contundentes, en la constitución del PRC . Ese mismo grito había salvado todo el océano para ser testimonio de la declaración de guerra de USA a España, intentando ser garante de la independencia de Cuba. Había sido un grito de rabia, de poca esperanza, con miedo a lo desconocido y cansancio de guerras. Tenía seis años cuando los cruceros “Maria Teresa”, “Vizcaya”, “Colon” y “Oquendo” se lanzaron en llamas a estrellarse contra las rocas ante el fuego americano. El no lo sabía, pero esa era la razón por la que embarcó por primera vez. Por el fuego.


Simón viajó por primera vez a cuba en el veintiocho. En Camagüey compartía casa, más bien choza, con Eladio. Se dejaba llevar por la experiencia de su compañero. Eladio había llegado a Cuba en el veinticinco. Un año en la Habana y se trasladó a Santa Cruz del Sur, frente a los Jardines de la reina, coincidiendo con la apertura de la Central de Santa María. Después de la fundación de esta fábrica empezaron los cierres. En la ciudad de los Tinajones llevaba apenas seis meses. La reducción de la zafra propuesta por Verdeja nunca había sido un obstáculo para los emigrantes gallegos, tan acostumbrados al trabajo duro y las condiciones precarias. El colono les había concedido el derecho de uso de una las sus cabañas. Era un privilegio que pocos entendían y que Simón nunca quiso descifrar. Tal vez la hija del Mayoral compartiera el secreto con Eladio o, quizás, no había secreto.
El mar devolvió un día a un hombre en cuya sonrisa se dibujaban los trazos de una culpa. Traía un silencio anudado en la garganta y una lucha interior que ninguna de las cartas evidenciaba. Ya en casa una mujer menuda le acercaba el vino y el pan. Le miraba e intentaba no inculparse por tanto tiempo de silencio.

1 comentario:

  1. La culpa, la que nos hace libres y la que nos puede esclavizar...

    Hace tanto que no escucho a estos autores que has seleccionado...

    Un abrazo

    Palabra de verificación: progres...

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