sábado, 20 de junio de 2009


El laberinto que descubro no es producto de la razón. Rostros anónimos de transeúntes en tránsito salpicando la ciudad, tapizando las aceras, observando los desagües que conducen, sin duda, a la cloaca inferior del paraíso. De sus miradas extraigo el condimento necesario, el néctar que degusto en el anonimato de una alcoba iluminada, preludio del éxtasis, del orgasmo inaccesible, último peldaño en el devenir que intuyo desde los pies descalzos. Me encuentro en transición conmigo mismo.

Al abrir la puerta los sonidos se alargan. Son voces conquistadas, esclavas de la tiranía que siempre conduce al holocausto. Voces llamando, agudas, perdonando, graves. Pero que, con la brisa, se difuminan para callar. Más lejos, donde los girasoles se apresuran, el silencio reivindica su anatomía con la consciencia propia de quien recrea la vida en laboratorios altos, de paredes eternas con formas de mujer en las esquinas.

Mi tránsito se detiene a recordar. Dibujo mariposas y respiro. El aire es, de repente, una cuartilla inmensa, papel en blanco y negro, con trazos que describen el círculo perfecto que rodea mi mesa de escritorio. Debajo del papel no queda nada. Debajo de los ojos un espacio que concretar, un deseo fugaz de atenazar lo que no ha de contarse.

Te sorprendo en desventaja y busco la salida. El laberinto calla, los transeúntes huyen. Me queda la distancia y el silencio, inevitables formas de destapar secretos.

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