domingo, 21 de junio de 2009


Desde la atalaya de los años intento descubrir la serenidad. Pretendo no renunciar a la calma, lo que supone unificar los sentimientos y anclar el barco más cerca aun de los acantilados. Las señales de humo me llegan difuminadas desde la costa, los faros en luz continua. Es de noche y llueve. Sigo decidido la estela de un pez espada en dirección a las rocas. El limbo de mi sextante marca lo inaccesible en una escala de dudas. Aparecen fugaces astros en el espejo interior y alguno, desde la altura, está empeñado en dirigir mi nave hacia las islas. Pretendo naufragar al mediodía.
La profundidad no es más que altura inversa, sin horizonte. El agua define lo ingrávido, el momento álgido de la duda. Dios nunca se acuerda de volver, está dormido. Le asusta el mar, armado de astrolabio navega a la deriva en busca de las rutas que conducen al hombre y su delirio. Altura inversa, marea y noche.
El reflejo del rostro no evita el sentimiento de rutina amordazada. Naufragio previsible en pocas horas, cuenta atrás, mano en el pecho. Se me enreda entre los dedos la rama de olivo, y la paloma excusa su presencia. Oleaje en forma de poema. Amanece tan deprisa que la ausencia se hace más patente. Siento la herida a borbotones, recupero la calma y me sumerjo a duras penas. Altura inversa. Un pez me roza el muslo. Sigue lloviendo.

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